No diré lo que es, pero sí lo que
supone.
Y supone volver a mirar al
pasado, rastrear huellas dejadas por individuos que aparentemente son comunes,
anónimos, modestos... pero que hubo algo de extraordinario en sus vidas y de
algún modo, el historiador ha dado con su pista, rescatándola de la oscuridad
en la que estaba sumida y le ha dado carne a los huesos, sentido a una luz que
el tiempo perdió en la oscuridad de los grandes acontecimientos para que hoy
día entendamos nuestro presente.
No se trata de grandes personajes
a los que todos terminamos conociendo porque por nacimiento se les otorgó el
derecho de gobernar subiendo al trono de su país, de su reino... no se trata de grandes figuras cuyo carácter
presidió el gobierno de un pueblo y con ello el de tantas y tantas vidas...
tampoco se trata de grandes milicianos que comandaban ejércitos más allá de sus
fronteras, de su patria, de su origen porque la política de algún rey exigía su
movimiento estratégico... no se trata de aquellas caras conocidas que
encabezaron grandes protestas o revoluciones y cuya popularidad movió a grandes
masas gracias a su carisma... no se trata de los personajes, sino de las
personas.
Y sólo son hombres y mujeres en
el tiempo, que vivieron todas esas circunstancias de la vida... son cada uno de
esos a los que se llama masa, pero al fin y al cabo, de uno en uno y desde su
punto de vista, porque algo hizo que el historiador reparara en ellos: pudo ser
un caso de herejía, pudo ser un caso de delito muy conocido y que políticamente
fue juzgado –y digo políticamente juzgado, a sabiendas que las pesquisas para
determinar la verdad en su momento no fuera de interés conocerse-, pudo
ser cualquier cosa que dejara huella, su
huella, su marca...
Son individuos con nombre y
apellidos, desenterrados de los archivos, que vivieron en una época y a veces
contra su propio tiempo, pero al fin y al cabo, vivieron y quedaron registrados
de algún modo en la historia más desconocida, en el inmenso espacio del tiempo,
en el inabarcable período de unas vidas que forman parte de nuestros
antepasados.
Y no son anécdotas, no son
curiosidades, no son imágenes pintorescas... sino personas modestas tomadas
como testimonios determinados de los grandes hechos o procesos y que el
historiador rastrea haciendo uso de otras disciplinas (sobre todo el análisis
arqueológico, el mapeo genético, la tradición...), para interpretar desde la pequeña escala las
realidades sociales y hechos cotidianos, que son la base en torno a la cual
giran el desarrollo y el desenvolvimiento de esa Historia con mayúsculas de la
Humanidad.
Por tanto, la microhistoria
supone tratar de entender una nueva dimensión del conjunto de los sucesos
históricos en su verdadero contexto, comprender cómo las personas interpretan
su momento histórico y cómo, a través de esa interpretación, responden a los
problemas que se les plantean. De ahí que se le otorgue el calificativo de
historia más profunda, “examen con lupa” del pasado, investigación monográfica
para otros, pero al fin y al cabo, nos revela dimensiones no perceptibles desde
una escala más amplia o global por dejar en la oscuridad múltiples realidades
que se olvidan y que son simultáneas a todos esos sucesos históricos, que en su
particularidad, también devienen a pesar de los “grandes acontecimientos”, en
su espacio y tiempo propios.
Y lo mejor que supone esta forma
de hacer historia, es, no sólo la manera de concebir la historia y practicar
ese oficio que tiene el historiador, sino que haciendo uso de un renovado
interés por acercar esa realidad pasada, utiliza el elemento narrativo para
introducir al lector en una relación especial de intimidad con los personajes
que vivieron, ya que existe una precariedad real de nosotros en relación con el
pasado. O lo que es lo mismo y para entendernos, la narración vuelve también
con el historiador rompiendo los esquemas de las obras historiográficas
clásicas o habituales, consiguiendo agilizar la lectura y que lo narrado sea
más creíble en la medida en la que se logra una participación en la
construcción del argumento histórico por parte del lector al que se le envuelve
en una especie de diálogo con el pasado.
Y llegados a este punto, se me
hace curiosa una afirmación sobre la microhistoria de un historiador mexicano:
“la mueve una intención piadosa: salvar
del olvido aquella parte del pasado propio que ya está fuera de ejercicio”.
Su nombre, Luís González y González.
La microhistoria, por tanto,
supone un avance hacia representaciones más realistas y menos mecanicistas y
por ello, los temas a los que intenta abarcar son muy variados: vida cotidiana,
antropología, historia de la pintura o de la arquitectura, y un largo etc.,
abordados desde perspectivas sociales.
Como ejemplo, no citaré a ningún
historiador de microhistoria o alguno de sus libros más célebres. No, me voy a
limitar a exponer un ejemplo tan sencillo que leí y que arrojó bastante luz sobre lo que hoy me
ocupa: la sal.
¿Qué conocemos de la sal? Para el
químico, será cloruro de sodio; para el médico de mi abuela, un elemento nocivo
para su salud porque le sube la tensión arterial demasiado; para mis
comensales, un elemento que enriquece mis guisos; para los más pequeños, que
viene del mar o de las salinas; para otros incluso, que en tiempos remotos era
un artículo más apreciado de lo que es hoy día y que para obtenerla exigía
emprender viajes en los que los comerciantes caminaban a través de la ruta de
las especias atravesando desiertos, por poner un ejemplo.
Sin embargo, para entender el
significado que tuvo en otro tiempo y comprender su valor en nuestros
ancestros, no nos valen las fórmulas químicas, necesitamos historias, aquellos
relatos procedentes de aquellos comerciantes que vivieron aquellas travesías,
narraciones en primera persona de aquellos protagonistas.
Y claro, la forma tradicional es
la reconstrucción de las estructuras comerciales de las especies en la Europa
medieval y moderna, que nos permite tener un conocimiento del panorama general
de aquel pasado.
Pero llegó la microhistoria y
haciendo uso de aquellas narraciones, tomo a un individuo como testimonio y lo
usó para mostrar al lector lo que era, para ese individuo y los suyos, la
obtención de ese artículo llamado sal.
Y para terminar, citaré a John Lewis Gaddis quien
plantea con total claridad una pregunta: “¿Quién
habría pensado que hoy día estudiaríamos la Inquisición a través de la mirada
de un molinero italiano del siglo XVI, la Francia prerrevolucionaria según la
perspectiva de un obstinado sirviente chino, o los primeros años de la
independencia norteamericana a partir de las experiencias de una partera
inglesa?”. Pues bien, con el microhistoriador, hoy es posible. La historia
deja de ser un pasado extinto y comienza a emerger con voz propia, cual llama a
la vida para acercarnos personalmente una realidad cubierta de un tupido velo
en el que la interpretación de los datos reciben nombre y apellidos reales y
verídicos.